lunes, 1 de agosto de 2011

A LAS MADRECITAS DE COLOMBIA

A las madrecitas de Colombia

Por Fernando Vallejo

Segunda epístola

Entre hombres, mujeres y del tercer sexo, mi mamá tuvo 25 hijos. Hijos y más hijos y más hijos que ella fabricaba en su interior y que después expulsaba por la vagina con la placidez de quien desgrana avemarías de un rosario. Era una máquina vesánica de parir. Por eso hoy somos en Colombia 44 millones. Si yo hubiera seguido su ejemplo y el de mi papá, con los hijos de los hijos de mis hijos, hoy seríamos cien millones y ya habríamos acabado con las últimas tortugas, con las últimas nutrias, con los últimos micos, con los últimos caimanes, y estaríamos en pleno desastre ecológico, que sumado al moral que siempre nos ha caracterizado nos habría hecho del país un infierno. Bueno, otro infierno quiero decir, pues en el infierno estamos. Uno más calientico. Para acomodar cien millones de colombianos se necesitan cuando menos cien millones de kilómetros cuadrados y solo tenemos un millón. Varios suizos pueden convivir en una misma cuadra y miles de abejas en una simple colmena; pero los colombianos no, necesitan más espacio: de a kilómetro cuadrado por habitante. Entre colombiano y colombiano hay que dejar por lo bajito un kilómetro de separación o se matan. Son como las ratas de laboratorio que si se hacinan, primero copulan, después paren y finalmente se despedazan a dentelladas. Como yo también soy colombiano entiendo muy bien esto. Yo necesito campo, campo, campo. Respirar.
Cuando este que habla nació, Medellín tenía 180 mil habitantes. ¿Hoy cuántos? ¿Dos millones? ¿Tres millones? Decida usted, pero por ahí va la cosa. Tres millones de medellinenses embotellados desde que el mariquita manzanillo de Gaviria abrió las importaciones de carros sin haber construido una sola calle y nos embotelló el porvenir. Y en Medellín hoy no solo están congestionadas las calles, las carreteras, los hospitales: está congestionada la mismísima morgue, donde ya no caben los cadáveres. Treinta mesas apenas para un sangriento fin de semana en Medellín en su única morgue no alcanzan y hay que apiñar los cadáveres como bultos de papas. ¿Pero sangriento fin de semana en Medellín no es pleonasmo? Ya ni sé, con el deterioro ambiental y moral se nos deterioró hasta la gramática. ¡Dizque Bogotá la Atenas sudamericana! ¡Dizque éste un país cuidadoso del idioma! ¡Dizque el país de Caro y Cuervo! ¡Ja, ja! Permítanme que me ría.
Y como no caben los cadáveres en la sala de autopsias de la inefable morgue, entonces los cuelgan de ganchos como reses en un cuarto frigorífico. Todos hombres. Y en pelota. Muy excitante la situación. Yo en tratándose de cadáveres nunca he tenido nada en contra. Lo que me saca de quicio es la paridera. Vivo que desocupa, ¡qué bueno! Uno menos pa comer, uno menos pa excretar, más puro el cielo, menos congestionamiento en las calles y mejoría en el aire que respira cada ciudadano irrepetible e irremplazable, y lo digo pues si bien hoy en el mundo somos 6.400 millones, no hay dos individuos iguales. Iguales sí para comer, fornicar y excretar, mas no para pensar. Y lo que cuenta es el pensamiento, ¿o no? Bueno, digo yo.
Pero volvamos a mi mamá y a sus 25 vástagos. ¿Qué comían, con qué los alimentaban? Carnívoros como nacimos, y de religión cristiana, comíamos salchichas: salchichas de cerdo o salchichas de res que la abeja reina compraba por cargas en La Llanera, una fábrica de embutidos de unos lituanos, de esos que acogieron los salesianos y que venían huyendo, católicos como eran (vale decir como nosotros), de la Lituania comunista de Stalin. De esos lituanos proviene el simio Mockus, el bobo que se hace el loco, hombre de culo de mandril que toda Colombia conoce pero de buen corazón, pues durante una de sus alcaldías bogotanas, en Engativá, por mano de su secretaria de Salud, Beatriz Londoño (doña concha puta de su puta madre, mamona empecinada de la teta pública de la que sigue agarrada), mató a 400 perros. Un estaliniano de pura cepa, un hombre malo, malo de verdad, habría matado mil.
¿Pero por qué les estoy hablando de perros y de compasión y misericordia por unos simples animales a ustedes que en su conjunto nacieron y se educaron como cristianos y hoy no pasan de ser unos degradados morales? Dejemos esto de los animales, no prediquemos en el desierto y volvamos a nuestro tema, la paridera, o dicho en palabras corteses, "el problema de la expansión demográfica": la hoguera que aviva el Papa. O sea éste, Wojtyla, que se niega a morir. Y yo digo: si quiere que haya más niños, que desocupe él porque ya no hay espacio para tanto viejo. Que tome pendiente abajo por el camino en bajada que en buena hora tomó la madre Teresa. ¡Tan buena ella! ¡Tan su compinche! ¡Tan promotora del boom natal! Wojtyla, no te resistas que ya vas para el pudridero. Tus días están contados. Te va a enterrar Castro.
¡Ah, mi Medellín de cuando yo nací, tan solito, tan aireado! Sin tanta fábrica ni tanto carro ni tanta rabia. Rabia sí, pero poquita: se mataban dos o tres y pare de contar. Salíamos en un Forcito modelo 46 que lo más que daba eran 20 kilómetros por hora. ¿Pero para qué más, si no había prisa de llegar? ¿Llegar a qué? ¿Al último tope de la carrera, que es la muerte? Mejor sigamos despacito. Curva aquí, curva allá, por una carreterita solitaria. Y a la vera del camino pastando las vacas, y buscándose su sustento diario las gallinas. Hoy los pollos se crían en galpones, encerrados en minúsculas jaulas, sin ver la luz del sol: ahí pasan sus miserables existencias para que nos los comamos los cristianos con la bendición del Señor. Madrecitas de Colombia: ¿no les despiertan compasión estos pobres animalitos? A mí se me hace que no porque ustedes no pasan de ser unas lujuriosas sexuales, unas paridoras empecinadas. Bueno, pero puntualicemos lo anterior. La lujuria está bien: el sexo es bueno, despeja la cabeza y alegra el corazón. Con lo que sea: con hombre o mujer, perro o quimera. Pero eso sí, siempre y cuando no esté destinado a la reproducción, en cuyo caso ya sí es pecado. Reproducirse es un crimen, en mi opinión, el crimen máximo. Pero no les pido que la compartan, madrecitas de Colombia, porque eso sería pedirle peras al olmo, exigirle al enano cojo que trepe por la pendiente empinada. Y a ustedes, con la altura moral que han alcanzado pastoreadas por la Iglesia y los políticos, educadas como fueron en la religión de los salesianos, les queda la subida muy fundillona, el fin está muy alto. Ustedes son unas minusválidas morales.
Entonces, hablando en plata blanca, ¿a qué voy? Voy a que el cura Uribe es un tartufo que invoca el nombre de Dios en público y se refocila con viejas tetonas en privado y ustedes no tienen por qué seguir pariendo. Porque no hay espacio, porque ya no hay agua, porque no hay qué comer. Porque los ríos los volvimos alcantarillas y el mar un resumidero de cloacas. Por eso. Porque ya acabamos con el águila real, con el cóndor de los Andes y con el nido de la perra. Porque somos un país de cagamierdas vándalos.
-¿Y cómo vamos a tener sexo sin parir, padre Vallejo? Aconséjenos usted.
-Muy fácil: con la píldora RU 486 francesa.
-¿Y dónde se consigue esa pildorita, en qué farmacia?
-Pues en las de Francia, señora, allá. ¿No le acabo de decir que la píldora es francesa?
-Ah, padrecito, usté sí es como mamagallista. ¿Y con qué viajo hasta Francia, si no tengo ni pa la lechita de los niños?
-Muy fácil, señora, va a ver. Lea lo que sigue abajo.
Cuando el zigoto u óvulo fecundado por el espermatozoide empieza a formar la mórula, que a simple vista ni se ve pues no llega ni al tamaño de la punta de un alfiler, el flujo menstrual de la mujer se interrumpe y he ahí el momento de parar la cadena de la infamia y la fuente de todo el dolor del mundo. Usted va a la farmacia, señora, y pide así:
-Buenos días, señor boticario. Me da por favorcito una cajita de CYTOTEC de 200 microgramos.
El CYTOTEC es un remedio para la gastritis, pero entre sus efectos secundarios está el producirles a las mujeres embarazadas el aborto en las primeras semanas de gestación. O mejor dicho, el 'miniaborto', porque 'aborto' no es, no llega a tanto. ¿O me van a decir que expulsar un gusanito o una tenia es un aborto? Si a eso vamos, entonces en cada eyaculación el hombre aborta 800 millones de seres humanos, pues esos son los renacuajitos que se van en ese líquido pegajoso y blanco cada vez que explota el volcán: un hombrecito, dos hombrecitos, tres hombrecitos... Y que no me venga este Papa a discutir porque lo desafío a un duelo por televisión: yo solo contra él, y él con todos los teólogos de la Universidad Pontificia Javeriana. ¡Para todos tengo, montoneros!
Se toma pues usted, señora, dos pastillas de CYTOTEC con agua, se inserta otras dos en la vagina y listo, santo remedio, ya no va a parir la marrana. No le nacerá a Colombia otro Tirofijo, otro Pablo Escobar, otro Gaviria, otro Samper, otro Pastrana, otro mono Jojoy, otro Raúl Reyes, otro Mancuso, otro Uribe, otro Romaña...
-¿Y el padre García Herreros qué?
-¡Al diablo con los curas limosneros! Piden para dar, pero jamás dan de su bolsillo. ¡Así qué gracia! ¡Gracia la de ese escritor colombiano loco que dio en Venezuela un premio de cien mil dólares para los perros callejeros de Caracas! Cien mil dólares que eran suyos, ganados sudando tinta, y que bien pudo haberse gastado en complacencias personales cual delicatessen, putas o mancebitos en flor.
Y una última recomendación, señora: si la primera dosis de dos pastillitas falla y no le produce esa pequeña hemorragia vaginal por la que se irá el demonio, repita la dosis dos días después.
Madrecitas de Colombia, por favor, ya no lo sean que somos muchos y no cabemos y el mundo se va a desfondar. Pichen pero no paran, que desde aquí les mando mi bendición.


http://www.soho.com.co/la-vuelta-al-mundo/articulo/a-las-madrecitas-de-colombia/2620

A LA HUMANIDAD LE ESPERA UN INFIERNO

Fernando Vallejo es un escritor tremendo. En el más amplio sentido de la palabra: digno de respeto, digno de ser temido, travieso y grande al mismo tiempo. Sus libros son ejemplos de una literatura sin fronteras entre la autobiografía y la ficción. Su última novela, La puta de Babilonia (Alfaguara), una crítica feroz a la Iglesia Católica, se nutre de una frondosa investigación histórica. Hay que decirlo: este escritor colombiano, nacionalizado mexicano, dueño de una pluma feroz y un dulce sentido del humor, es un hombre muy culto.
Desde hace muchos años libra una batalla ininterrumpida en defensa de los animales. Y lo que este vegetariano sostiene, en abono de su postura, está lleno de cosas sensatas. Al hablar sobre su literatura con LA NACION, el escritor dijo: "Sólo hago la crónica de un desastre, desde las calles y los países que conozco. Pero a la humanidad le espera un infierno. Un infierno de planeta, desértico y sin agua, y atestado de gente. Esa paradoja es desesperante".
-Desde la perspectiva del lenguaje, ¿tiene algún escritor argentino preferido?
-Manucho Mujica Láinez me parece extraordinario por el manejo del idioma. Su prosa es la de mayor riqueza lexicográfica y sintáctica, después de Azorin y unos pocos más que han escrito un gran prosa en español. En Colombia, ese espacio lo ocupa German Arciniegas.
-¿Qué pasa con tantos escritores colombianos -usted, García Márquez y Mutis, por ejemplo- que viven fuera de su país?
-Sólo puedo contestar por mí. Yo he vivido mas de la mitad de mi vida en México, donde escribí todos mis libros. Mi razón es que soy uno de los cuatro millones que Colombia echó fuera y que nos hemos buscado una vida digna.
-¿Su prosa tan dura contra Colombia tiene que ver con el amor a su tierra?
-Ya no sé qué pensar. El término "amor" para un territorio lleno de todo tipo de gente es demasiado. Colombia es un país con gente muy buena y gente muy mala. Y hay una población ciega, necia y patriotera que piensa que la patria es una bandera, un himno y un equipo de fútbol; que se reproduce como animales, pero no respeta a los animales. Toda esa chusma a mí me produce compasión.
-Su voz narrativa es agresiva y dice cosas muy fuertes. Eso contrasta con la persona amigable que usted es, de hablar suave y sin palabrotas.
-Mis libros están llenos de palabras de amor. Por ejemplo, para mi abuela, que era de una gran bondad, o para mi perra Bruja, que me acompañó 14 años de mi vida. La puta de Babilonia (Alfaguara) está lleno de sentido del humor. Yo escribo como pienso que puedo tener un efecto más definitivo. Como vivo en un mundo hipócrita, de lo políticamente correcto, adopto la postura de hablar siempre con las palabras más precisas, con claridad, para evitar confusiones y para que no queden dudas sobre lo que sostengo.
-Su último libro es una feroz crítica contra la Iglesia y las religiones monoteístas. ¿Cómo hubiera sido el mundo sin ellas?
-Podemos formular miles de hipótesis. Pero me pregunto qué hubiera pasado con el crecimiento demográfico si la Iglesia tuviera otra postura. Mi crítica a la Iglesia y a las religiones monoteístas no es personal. Se vincula con mi defensa de los animales. No se pueden seguir degollando pollos, cerdos y vacas para alimentar a la humanidad, mientras la voz moral de la sociedad, que son las religiones monoteístas, no dicen nada al respecto. Soy un defensor de la vida. Pero no la que está por venir, sino la que está ahora en la Tierra.
-¿Quiénes son, a su juicio, los más desventurados de la Tierra?
-Más que las personas más pobres , los más desventurados son los millones de animales que hay en el mundo. Ha sido un proceso muy largo para que se me cayera la venda de los ojos y entendiera el dolor de los animales. Y que aprendiera que los animales son mis prójimos. Empecé a descubrirlo poco a poco, después de superar mi juventud desesperada. Allí comencé a experimentar la compasión por ellos.
-Juan Villoro le llama a usted "el cronista de la devastación". ¿Se siente así?
-Pues de ser así, más bien tendría que ser un profeta de la devastación, porque eso es lo que viene. Sólo hago la crónica de un desastre; desde las calles y los países que conozco. Pero a la humanidad le espera un infierno. Un infierno de planeta, desértico y sin agua, y atestado de gente. Esa paradoja es desesperante. Ahí se entenderá en toda su magnitud la frase de Sartre sobre que "el infierno son los demás".
-¿Qué condición noble de los animales le falta al ser humano?
-La inmensa mayoría de los animales son buenos. La mayoría de los seres humanos no son ni buenos ni malos; tratan de vivir como pueden, egoístamente o asociándose de acuerdo con sus intereses. Como excepción hay seres buenos. La mayoría de los animales son leales. No conocen la traición ni la mentira. El ser humano es una especie mentirosa: miente con palabras, con sermones, con discursos, con las matemáticas, con editoriales de periódicos; se hace el santo siendo un aprovechado. Todo eso no se ve en los animales, que son inocentes.
-¿Qué le devuelven sus lectores? -No sé quiénes son. Sospecho que hay una mayoría de jóvenes. Me agradan, porque no se guían por conceptos simplistas como patria o partidos políticos. Tienen el alma más abierta y pueden entender.

LA VIDA: LA VIDA: MERA ILUSIÓN, FALACIA, VAPOR SIN VALOR ALGUNO

LA VIDA: MERA ILUSIÓN, FALACIA, VAPOR SIN VALOR ALGUNO

Por: Néstor Pedraza

Mi mamá me llevaba muy temprano en la mañana hasta el paradero de la ruta escolar, cuando pasamos al lado de un cadáver tirado en el prado. Estaba fresquito. Contaría yo siete u ocho años, y creo que fue mi primer contacto con la muerte. A esa edad, otras personas que conozco ya habían asistido a entierros masivos de familiares y conocidos, muertos unos a manos de otros o a manos de la guerrilla, la policía o el ejército. Otros, más jóvenes, ya tendrían entre sus cercanos, caídos a manos de paramilitares o narcos.

A diferencia de quienes han sido víctimas de la violencia en este país, que han llegado a la ciudad para no ahogarse en los ríos de sangre de sus tierras, yo me cuento entre los que hemos visto la guerra por la tele. Sólo Escobar, con sus bombas en las calles de Bogotá, nos hizo ver un poco más de cerca lo que se vive de forma cotidiana en los campos colombianos.

Yo me rodeé de otro tipo de muerte. Sobredosis de antidepresivos, raticida, lanzarse de espaldas desde un quinto piso, convulsionar con cianuro en brazos de la novia, cócteles mortíferos de drogas, semanas de alcoholización sistemática y continua, dejar la dignidad y el alma entre unas sábanas hediondas a sexo pútrido… búsquedas mortales, individuales y colectivas. Cuando uno vive en un país en el que la muerte ronda impune por campos y calles dejando estelas interminables de fosas comunes por todo el territorio, y se empeña en rodearse de la búsqueda falaz de los evasores del vivir, es que uno tiene un problema serio. Sí, enterré a varias de mis amistades. Otras más andan por ahí, respirando todavía muy a su pesar. Eso me enseñó muy pronto que nadie es dueño de su vida: no importa cuánto te esfuerces en morir, nadie se muere la víspera. Por eso abandoné todo intento de suicidio, la muerte me llegará cuando sea la hora, ni antes ni después, no importa lo que haga al respecto.

Mi contacto permanente con el egoísmo sumo y la evasión que significan el suicidio, creó en mí una barrera que me ha impedido entender qué hace que la gente se aferre a la vida. He visto que la gente siempre se aferra a algo, a alguien, para darle sentido a la vida, y siempre terminan defraudados, pues los seres humanos somos imperfectos, cometemos errores, e indefectiblemente le fallamos a quienes amamos. Entonces, la gente se va llenando de temores, dolores, heridas, rencores, frustraciones… Y sin embargo, respirar se les antoja lo más valioso que pueda existir. Yo le hallo sentido a que una persona perseguida sin motivo, expulsada de su tierra por la guerra, que ha dejado atrás los cadáveres de sus seres queridos, siga deseosa de vivir a pesar de todo: De alguna forma, vivir se le ha de convertir en una obligación, alguien debe sobrevivir a la guerra para contar la historia y recordar a los caídos. Pero en la muerte permanente de los que nunca supimos qué es trabajar la tierra, que sólo conocemos la ignominia de la explotación capitalista (no importa qué tan jugoso sea el sueldo, sigue siendo explotación), no encuentro cómo establecer empatía con quienes se aferran al acto de respirar como si vivieran una vida verdadera. Por años los acompañé en sus demenciales actos autodestructivos y formé parte de ellos, mientras los observaba y analizaba. Yo era consciente de que destruía mi ser entero, y sencillamente no me importaba. Ellos, en cambio, tenían un afán de “vivir,” y parecían creer sinceramente que todo ese vicio, toda esa esclavitud, toda esa estupidez, eran “vida.” Nunca logré comprenderlos, mucho menos encajar y ser como ellos. Extranjero en tierras extrañas, me moví en muchos círculos distintos, conocí personas de toda suerte de religiones e ideologías, de diversas culturas y creencias, con visiones del mundo y de la vida muy distintas, pero todos y todas, sin remedio, terminaban exactamente igual. El vehículo variaba: drogas, alcohol, sexo, violencia, tabaco, estafa, traición, trabajo… Lo que fuera, con tal de evadir la vida, mientras se decían estar “viviendo” al máximo. “¡Esto sí es vida!,” era la frase que yo más escuchaba en boca de cualquier persona, independientemente de su sexo, etnia, nacionalidad, condición socioeconómica o nivel de escolaridad, cuando estaba en medio de sus procesos de autodestrucción. Muy rara vez conocí a personas que por su tradición cultural o su convicción filosófica, parecían romper ese molde por completo. En su mayor parte, sencillamente tenían formas más sofisticadas y menos autodestructivas de evasión, que los hacían ver como “espirituales.” Generalmente de estratos socioeconómicos altos, estos “espirituales” llevan una vida “sana” al estilo moderno, que deslumbra a muchos, excepto a los que tienen que luchar con uñas y dientes a diario para sobrevivir. Salen a abrazar árboles y creen que con una sonrisa van a cambiar al mundo. Pero el interior de sus hogares no es tan “verde” como pretenden mostrar a los demás.

Como puede verse, no soy alguien que tenga fe en la humanidad. Quizás sea en buena parte por mi afición a la historia. En efecto, los libros de historia difícilmente hablan de las comunidades que vivieron en paz por siglos y siglos. Esos grandes períodos de paz son apenas nombrados con una línea: “Entre el año (o el siglo) tales y el año (o el siglo) tales, el imperio (o la comunidad o la etnia) tales tuvo un período de paz.” Lo demás, es el registro de las guerras. Leer historia le da a uno la falsa impresión de que los seres humanos hemos estado matándonos unos a otros sin tregua desde el principio de los tiempos, y no hemos conocido otra forma de vida que esa. Cosa, por supuesto, totalmente falsa.

Pero quizás mi falta de fe en la humanidad esté simplemente en el hecho de que somos falibles, imperfectos. No importa qué tan buena, recta y ética sea una persona, siempre será susceptible de torcerse. Una catástrofe, un tesoro, una ilusión, un enamoramiento, pueden transformar por completo a un ser humano. Sólo falta oprimir el botón correcto para desatar la corrupción, la sed de venganza, el ansia de poder, el egoísmo, la ira, los celos, o cualquier otra emoción que lleve a una persona a cometer una estupidez momentánea que habrá de lamentar el resto de sus días, o a convertirse en un ser despreciable. Y no es sólo eso. Incluso aquellos que logran mantenerse rectos, pueden fallarte cuando más los necesitas, y no en una sino en muchas formas variadas y coloridas.

Dicen que la solución de todo está en el amor. Pero, ¿qué es el amor? Por milenios los poetas han cantado al amor en millones de formas y jamás ha habido acuerdo sobre qué es. En el último siglo los psicólogos han intentado lograr lo que los poetas no, y han fracasado en el intento. Los libros sobre “cómo amar,” “vivir y amar en libertad,” “consejos para el amor,” y similares, se han vendido como pan caliente en los últimos 50 años, sin embargo, la gente está cada vez más sola y vacía. Los neurocientíficos se han contentado con definir al amor en términos de impulsos eléctricos y dosis de hormonas, ¿y eso qué utilidad tiene para el desarrollo de la raza humana? ¿Acaso pensar en el amor como una serie de procesos químicos y eléctricos nos va a ayudar a encontrar la forma de vivir en paz y armonía? ¿O será que los millones de muertos dejados por los defensores del amor han servido para que el mundo sea hoy mejor que en tiempos de las cruzadas o de la conquista de América? Lo único cierto es que no puede construirse una sociedad sin normas, y eso a punta de sólo amor es imposible. Ni siquiera una familia puede construirse sólo con amor. Como reza un dicho popular: “Cuando el hambre entra por la puerta a un hogar, el amor salta por la ventana.” El amor debe acompañarse de justicia y de muchas otras cosas más para que la vida en comunidad sea posible.

No soy el primero, ni el único, ni seré el último, en decir que todo en esta vida es una mera ilusión. Pedro Calderón de la Barca lo expresó así en el siglo XVII: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción”. Y Lewis Carroll en el siglo XIX: “¿Qué es la vida sino un sueño?“ Místicos, budistas e hindúes lo han proclamado por siglos. Pensadores y filósofos Judíos y Cristianos han estado de acuerdo con ello. Los profetas lo han dicho una y otra vez. Platón aseguraba que el hombre vive en un mundo de tinieblas, como cautivo en una cueva. Y en efecto, no ha germinado en mí otra forma de ver esta vida: es una prisión en la que nos encontramos contra nuestra voluntad. Sí: contra nuestra voluntad, porque no podemos irnos de aquí cuando queramos, ni siquiera vinimos cuando y porque queríamos. ¿Alguien me preguntó si quería venir a este mundo, como muchos creen? ¡JA! Ni loco habría aceptado una propuesta tan absurda. Escupirle en la cara a quien me propusiera nacer, habría sido mi respuesta más calmada. ¿Reencarnaré después de morir, como otros muchos creen? Si la reencarnación existiera, quisiera tener en frente al maldito que lo devuelve a uno a esta podredumbre para rayarle la cara y cortarlo en trocitos, muuuuuy lentamente. Venir de nuevo a esta prisión, a enfrentar de nuevo el dolor, la traición y la frustración, a trabajar como mula bajo el yugo de unos pocos miserables a quienes ni siquiera tendré la oportunidad de golpear en el rostro, a ser testigo nuevamente de la estupidez y de la matanza, a escuchar testimonios de niños abusados, mujeres violadas, familias desplazadas de su tierra sin razón alguna, personas amenazadas de muerte por denunciar la maldad, gente mutilada o despojada por mera incompetencia o negligencia de otros, o quizás ya no para ser testigo sino víctima de todo ello, pues en esta vida me ha ido bastante bien, pero en una futura no hay garantías de nada, ¿y todo para qué? ¿Para aprender? ¿Aprender qué, si igual ni recuerdo qué aprendí en vidas pasadas? ¿Aprender para qué, si lo que conocí en esta vida no me va a ser útil en la próxima? ¿Aprender que este mundo es pasajero y que todo en él es ilusión, que no existe nada en este universo por lo que valga realmente la pena vivir o morir? No necesito diez vidas, ni dos, ni siquiera una vida completa para aprender eso: ya lo había entendido poco después de llegar a la adolescencia, ya me puedo ir entonces, gracias.

Y no me digan que lo que hay que aprender es todo lo contrario, porque eso sería una estupidez. Los personajes más grandes de la historia, los mayores líderes espirituales, las únicas personas que uno podría concebir como verdaderos modelos a seguir, han enseñado que esta vida es mera ilusión. Y sólo hay que ser un poquitico observador para darse cuenta que el ser humano no es más que una frágil polilla, atrapada en una cueva oscura, estrellándose una y otra vez contra las paredes de la cueva en medio de las tinieblas. Así lo planteó Michel de Montaigne en el siglo XVI: “El hombre es cosa pasmosamente vana, variable y ondeante.” Si estuviéramos en un ciclo de reencarnaciones, a estas alturas al menos la mitad de la humanidad ya estaría en un nivel espiritual tan elevado, que la otra mitad viviría aprendiendo aceleradamente de su ejemplo. ¡Si es que las primeras almas estarían rondando por acá desde hace más de 100.000 años! Pero como dijo el guerrero chino del siglo III a.C. Tieng Hung:

“El rocío sobre la liliácea ha desaparecido poco después del amanecer. El rocío se evaporó esta mañana, volverá de nuevo con el alba. El hombre muere y por siempre se acaba, ¿acaso alguien ha regresado alguna vez del más allá?”

Humanos. Somos capaces de grandes creaciones, de transformar nuestro entorno para mejorarlo, de amar y construir, y también de las más abyectas atrocidades, de matanzas sin sentido, de crímenes innombrables. No somos lo uno ni lo otro, somos ambas cosas. Cada uno de nosotros en su interior lleva un artista y un asesino, un defensor y un opresor, un sabio y un imbécil, un santo y un criminal, un ser dulce y otro despiadado. Y dependiendo del contexto, la historia, la vida misma, a veces se nos sale lo uno, a veces lo otro, a veces en individual, a veces en colectivo. ¿Cómo confiar plenamente en una criatura así? Quienes hoy te sirven de apoyo, mañana te entregarán a tus enemigos, o te enterrarán vivo, o simplemente te abandonarán y seguirán otro camino. Y así debe ser, no debería sorprendernos en lo absoluto, ni deberíamos esperar nada distinto.

La vida por sí misma no tiene sentido. La mayoría de las personas pasan sus vidas tratando de darles sentido, aferrándose a esto o aquello, y cuando lo que le da sentido a sus vidas se desmorona viene la autodestrucción. ¡Y cuán creativos y diversos somos para autodestruirnos!

Podemos llenarnos de motivos para vivir: luchar por la patria, por un ideal, por la familia, por conseguir un sueño, por dinero y poder, por reconocimiento y fama, por la conservación del agua, por los derechos humanos, por el retorno de los despojados a sus tierras, por el futuro de los hijos, por establecer la pederastia como una opción sexual  legítima… Muchos de los cruzados creían sinceramente que luchaban para ganarse el cielo, y con esa convicción llevaron a cabo algunas de las más grandes matanzas de la historia contra los árabes, pero sólo eran títeres de intereses económicos y políticos. Muchos gringos fueron a Irak convencidos de que defendían la libertad, y llevaron a cabo algunos de los peores crímenes de guerra de las últimas décadas, pero sólo eran marionetas al servicio de las multinacionales del petróleo. Muchos padres han dado lo mejor a sus hijos, quienes se han convertido en drogadictos, pandilleros, ladrones de cuello blanco o déspotas tiranos. ¿Vale la pena el esfuerzo? Habría sido interesante conocer la opinión de la madre de Hitler, pero murió cuando él apenas tenía 18 años.

Si uno sopesa los pros y los contras de cada paso que da, y a cada acción le antepone las preguntas “¿esto es lo correcto?, ¿podría hacerlo mejor?, ¿vale la pena?, ¿qué garantías tengo?”, la vida se hace terriblemente pesada. Y a la hora de los balances, siempre hay números rojos, a pesar de lo cuidadoso que uno sea. ¿Cuántas veces no escucha uno a la gente lamentarse porque “dio lo mejor” y el resultado fue, si no catastrófico, decepcionante? La vida puede tener muchas alegrías, pero al final, si alguien quiere sentirse satisfecho, tiene que hacer muchas concesiones consigo mismo y con el mundo.

Y eso es lo que hacemos. Al pasar los años, nos hacemos menos exigentes con nosotros y con los demás, para no sentirnos tan agobiados. Siempre terminamos huyendo, de una forma o de otra. De nuevo, recurro a Montaigne: “A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco.”