LA VIDA: MERA ILUSIÓN, FALACIA, VAPOR SIN VALOR ALGUNO
Por: Néstor Pedraza
Mi mamá me llevaba muy temprano en la mañana hasta el paradero de la ruta escolar, cuando pasamos al lado de un cadáver tirado en el prado. Estaba fresquito. Contaría yo siete u ocho años, y creo que fue mi primer contacto con la muerte. A esa edad, otras personas que conozco ya habían asistido a entierros masivos de familiares y conocidos, muertos unos a manos de otros o a manos de la guerrilla, la policía o el ejército. Otros, más jóvenes, ya tendrían entre sus cercanos, caídos a manos de paramilitares o narcos.
A diferencia de quienes han sido víctimas de la violencia en este país, que han llegado a la ciudad para no ahogarse en los ríos de sangre de sus tierras, yo me cuento entre los que hemos visto la guerra por la tele. Sólo Escobar, con sus bombas en las calles de Bogotá, nos hizo ver un poco más de cerca lo que se vive de forma cotidiana en los campos colombianos.
Yo me rodeé de otro tipo de muerte. Sobredosis de antidepresivos, raticida, lanzarse de espaldas desde un quinto piso, convulsionar con cianuro en brazos de la novia, cócteles mortíferos de drogas, semanas de alcoholización sistemática y continua, dejar la dignidad y el alma entre unas sábanas hediondas a sexo pútrido… búsquedas mortales, individuales y colectivas. Cuando uno vive en un país en el que la muerte ronda impune por campos y calles dejando estelas interminables de fosas comunes por todo el territorio, y se empeña en rodearse de la búsqueda falaz de los evasores del vivir, es que uno tiene un problema serio. Sí, enterré a varias de mis amistades. Otras más andan por ahí, respirando todavía muy a su pesar. Eso me enseñó muy pronto que nadie es dueño de su vida: no importa cuánto te esfuerces en morir, nadie se muere la víspera. Por eso abandoné todo intento de suicidio, la muerte me llegará cuando sea la hora, ni antes ni después, no importa lo que haga al respecto.
Mi contacto permanente con el egoísmo sumo y la evasión que significan el suicidio, creó en mí una barrera que me ha impedido entender qué hace que la gente se aferre a la vida. He visto que la gente siempre se aferra a algo, a alguien, para darle sentido a la vida, y siempre terminan defraudados, pues los seres humanos somos imperfectos, cometemos errores, e indefectiblemente le fallamos a quienes amamos. Entonces, la gente se va llenando de temores, dolores, heridas, rencores, frustraciones… Y sin embargo, respirar se les antoja lo más valioso que pueda existir. Yo le hallo sentido a que una persona perseguida sin motivo, expulsada de su tierra por la guerra, que ha dejado atrás los cadáveres de sus seres queridos, siga deseosa de vivir a pesar de todo: De alguna forma, vivir se le ha de convertir en una obligación, alguien debe sobrevivir a la guerra para contar la historia y recordar a los caídos. Pero en la muerte permanente de los que nunca supimos qué es trabajar la tierra, que sólo conocemos la ignominia de la explotación capitalista (no importa qué tan jugoso sea el sueldo, sigue siendo explotación), no encuentro cómo establecer empatía con quienes se aferran al acto de respirar como si vivieran una vida verdadera. Por años los acompañé en sus demenciales actos autodestructivos y formé parte de ellos, mientras los observaba y analizaba. Yo era consciente de que destruía mi ser entero, y sencillamente no me importaba. Ellos, en cambio, tenían un afán de “vivir,” y parecían creer sinceramente que todo ese vicio, toda esa esclavitud, toda esa estupidez, eran “vida.” Nunca logré comprenderlos, mucho menos encajar y ser como ellos. Extranjero en tierras extrañas, me moví en muchos círculos distintos, conocí personas de toda suerte de religiones e ideologías, de diversas culturas y creencias, con visiones del mundo y de la vida muy distintas, pero todos y todas, sin remedio, terminaban exactamente igual. El vehículo variaba: drogas, alcohol, sexo, violencia, tabaco, estafa, traición, trabajo… Lo que fuera, con tal de evadir la vida, mientras se decían estar “viviendo” al máximo. “¡Esto sí es vida!,” era la frase que yo más escuchaba en boca de cualquier persona, independientemente de su sexo, etnia, nacionalidad, condición socioeconómica o nivel de escolaridad, cuando estaba en medio de sus procesos de autodestrucción. Muy rara vez conocí a personas que por su tradición cultural o su convicción filosófica, parecían romper ese molde por completo. En su mayor parte, sencillamente tenían formas más sofisticadas y menos autodestructivas de evasión, que los hacían ver como “espirituales.” Generalmente de estratos socioeconómicos altos, estos “espirituales” llevan una vida “sana” al estilo moderno, que deslumbra a muchos, excepto a los que tienen que luchar con uñas y dientes a diario para sobrevivir. Salen a abrazar árboles y creen que con una sonrisa van a cambiar al mundo. Pero el interior de sus hogares no es tan “verde” como pretenden mostrar a los demás.
Como puede verse, no soy alguien que tenga fe en la humanidad. Quizás sea en buena parte por mi afición a la historia. En efecto, los libros de historia difícilmente hablan de las comunidades que vivieron en paz por siglos y siglos. Esos grandes períodos de paz son apenas nombrados con una línea: “Entre el año (o el siglo) tales y el año (o el siglo) tales, el imperio (o la comunidad o la etnia) tales tuvo un período de paz.” Lo demás, es el registro de las guerras. Leer historia le da a uno la falsa impresión de que los seres humanos hemos estado matándonos unos a otros sin tregua desde el principio de los tiempos, y no hemos conocido otra forma de vida que esa. Cosa, por supuesto, totalmente falsa.
Pero quizás mi falta de fe en la humanidad esté simplemente en el hecho de que somos falibles, imperfectos. No importa qué tan buena, recta y ética sea una persona, siempre será susceptible de torcerse. Una catástrofe, un tesoro, una ilusión, un enamoramiento, pueden transformar por completo a un ser humano. Sólo falta oprimir el botón correcto para desatar la corrupción, la sed de venganza, el ansia de poder, el egoísmo, la ira, los celos, o cualquier otra emoción que lleve a una persona a cometer una estupidez momentánea que habrá de lamentar el resto de sus días, o a convertirse en un ser despreciable. Y no es sólo eso. Incluso aquellos que logran mantenerse rectos, pueden fallarte cuando más los necesitas, y no en una sino en muchas formas variadas y coloridas.
Dicen que la solución de todo está en el amor. Pero, ¿qué es el amor? Por milenios los poetas han cantado al amor en millones de formas y jamás ha habido acuerdo sobre qué es. En el último siglo los psicólogos han intentado lograr lo que los poetas no, y han fracasado en el intento. Los libros sobre “cómo amar,” “vivir y amar en libertad,” “consejos para el amor,” y similares, se han vendido como pan caliente en los últimos 50 años, sin embargo, la gente está cada vez más sola y vacía. Los neurocientíficos se han contentado con definir al amor en términos de impulsos eléctricos y dosis de hormonas, ¿y eso qué utilidad tiene para el desarrollo de la raza humana? ¿Acaso pensar en el amor como una serie de procesos químicos y eléctricos nos va a ayudar a encontrar la forma de vivir en paz y armonía? ¿O será que los millones de muertos dejados por los defensores del amor han servido para que el mundo sea hoy mejor que en tiempos de las cruzadas o de la conquista de América? Lo único cierto es que no puede construirse una sociedad sin normas, y eso a punta de sólo amor es imposible. Ni siquiera una familia puede construirse sólo con amor. Como reza un dicho popular: “Cuando el hambre entra por la puerta a un hogar, el amor salta por la ventana.” El amor debe acompañarse de justicia y de muchas otras cosas más para que la vida en comunidad sea posible.
No soy el primero, ni el único, ni seré el último, en decir que todo en esta vida es una mera ilusión. Pedro Calderón de la Barca lo expresó así en el siglo XVII: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción”. Y Lewis Carroll en el siglo XIX: “¿Qué es la vida sino un sueño?“ Místicos, budistas e hindúes lo han proclamado por siglos. Pensadores y filósofos Judíos y Cristianos han estado de acuerdo con ello. Los profetas lo han dicho una y otra vez. Platón aseguraba que el hombre vive en un mundo de tinieblas, como cautivo en una cueva. Y en efecto, no ha germinado en mí otra forma de ver esta vida: es una prisión en la que nos encontramos contra nuestra voluntad. Sí: contra nuestra voluntad, porque no podemos irnos de aquí cuando queramos, ni siquiera vinimos cuando y porque queríamos. ¿Alguien me preguntó si quería venir a este mundo, como muchos creen? ¡JA! Ni loco habría aceptado una propuesta tan absurda. Escupirle en la cara a quien me propusiera nacer, habría sido mi respuesta más calmada. ¿Reencarnaré después de morir, como otros muchos creen? Si la reencarnación existiera, quisiera tener en frente al maldito que lo devuelve a uno a esta podredumbre para rayarle la cara y cortarlo en trocitos, muuuuuy lentamente. Venir de nuevo a esta prisión, a enfrentar de nuevo el dolor, la traición y la frustración, a trabajar como mula bajo el yugo de unos pocos miserables a quienes ni siquiera tendré la oportunidad de golpear en el rostro, a ser testigo nuevamente de la estupidez y de la matanza, a escuchar testimonios de niños abusados, mujeres violadas, familias desplazadas de su tierra sin razón alguna, personas amenazadas de muerte por denunciar la maldad, gente mutilada o despojada por mera incompetencia o negligencia de otros, o quizás ya no para ser testigo sino víctima de todo ello, pues en esta vida me ha ido bastante bien, pero en una futura no hay garantías de nada, ¿y todo para qué? ¿Para aprender? ¿Aprender qué, si igual ni recuerdo qué aprendí en vidas pasadas? ¿Aprender para qué, si lo que conocí en esta vida no me va a ser útil en la próxima? ¿Aprender que este mundo es pasajero y que todo en él es ilusión, que no existe nada en este universo por lo que valga realmente la pena vivir o morir? No necesito diez vidas, ni dos, ni siquiera una vida completa para aprender eso: ya lo había entendido poco después de llegar a la adolescencia, ya me puedo ir entonces, gracias.
Y no me digan que lo que hay que aprender es todo lo contrario, porque eso sería una estupidez. Los personajes más grandes de la historia, los mayores líderes espirituales, las únicas personas que uno podría concebir como verdaderos modelos a seguir, han enseñado que esta vida es mera ilusión. Y sólo hay que ser un poquitico observador para darse cuenta que el ser humano no es más que una frágil polilla, atrapada en una cueva oscura, estrellándose una y otra vez contra las paredes de la cueva en medio de las tinieblas. Así lo planteó Michel de Montaigne en el siglo XVI: “El hombre es cosa pasmosamente vana, variable y ondeante.” Si estuviéramos en un ciclo de reencarnaciones, a estas alturas al menos la mitad de la humanidad ya estaría en un nivel espiritual tan elevado, que la otra mitad viviría aprendiendo aceleradamente de su ejemplo. ¡Si es que las primeras almas estarían rondando por acá desde hace más de 100.000 años! Pero como dijo el guerrero chino del siglo III a.C. Tieng Hung:
“El rocío sobre la liliácea ha desaparecido poco después del amanecer. El rocío se evaporó esta mañana, volverá de nuevo con el alba. El hombre muere y por siempre se acaba, ¿acaso alguien ha regresado alguna vez del más allá?”
Humanos. Somos capaces de grandes creaciones, de transformar nuestro entorno para mejorarlo, de amar y construir, y también de las más abyectas atrocidades, de matanzas sin sentido, de crímenes innombrables. No somos lo uno ni lo otro, somos ambas cosas. Cada uno de nosotros en su interior lleva un artista y un asesino, un defensor y un opresor, un sabio y un imbécil, un santo y un criminal, un ser dulce y otro despiadado. Y dependiendo del contexto, la historia, la vida misma, a veces se nos sale lo uno, a veces lo otro, a veces en individual, a veces en colectivo. ¿Cómo confiar plenamente en una criatura así? Quienes hoy te sirven de apoyo, mañana te entregarán a tus enemigos, o te enterrarán vivo, o simplemente te abandonarán y seguirán otro camino. Y así debe ser, no debería sorprendernos en lo absoluto, ni deberíamos esperar nada distinto.
La vida por sí misma no tiene sentido. La mayoría de las personas pasan sus vidas tratando de darles sentido, aferrándose a esto o aquello, y cuando lo que le da sentido a sus vidas se desmorona viene la autodestrucción. ¡Y cuán creativos y diversos somos para autodestruirnos!
Podemos llenarnos de motivos para vivir: luchar por la patria, por un ideal, por la familia, por conseguir un sueño, por dinero y poder, por reconocimiento y fama, por la conservación del agua, por los derechos humanos, por el retorno de los despojados a sus tierras, por el futuro de los hijos, por establecer la pederastia como una opción sexual legítima… Muchos de los cruzados creían sinceramente que luchaban para ganarse el cielo, y con esa convicción llevaron a cabo algunas de las más grandes matanzas de la historia contra los árabes, pero sólo eran títeres de intereses económicos y políticos. Muchos gringos fueron a Irak convencidos de que defendían la libertad, y llevaron a cabo algunos de los peores crímenes de guerra de las últimas décadas, pero sólo eran marionetas al servicio de las multinacionales del petróleo. Muchos padres han dado lo mejor a sus hijos, quienes se han convertido en drogadictos, pandilleros, ladrones de cuello blanco o déspotas tiranos. ¿Vale la pena el esfuerzo? Habría sido interesante conocer la opinión de la madre de Hitler, pero murió cuando él apenas tenía 18 años.
Si uno sopesa los pros y los contras de cada paso que da, y a cada acción le antepone las preguntas “¿esto es lo correcto?, ¿podría hacerlo mejor?, ¿vale la pena?, ¿qué garantías tengo?”, la vida se hace terriblemente pesada. Y a la hora de los balances, siempre hay números rojos, a pesar de lo cuidadoso que uno sea. ¿Cuántas veces no escucha uno a la gente lamentarse porque “dio lo mejor” y el resultado fue, si no catastrófico, decepcionante? La vida puede tener muchas alegrías, pero al final, si alguien quiere sentirse satisfecho, tiene que hacer muchas concesiones consigo mismo y con el mundo.
Y eso es lo que hacemos. Al pasar los años, nos hacemos menos exigentes con nosotros y con los demás, para no sentirnos tan agobiados. Siempre terminamos huyendo, de una forma o de otra. De nuevo, recurro a Montaigne: “A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco.”
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