Las mujeres embarazadas causan tanta repulsión como la causaría una sabandija si se circunscribiera insolentemente frente a nuestros absortos ojos. Sabemos en el fondo que esa mujer ha de escupir un muerto al mundo pero el asunto es que homenajeamos el acto de engendrar como si se tratase del gran colofón obtenido y merecido por grandes personajes. Más allá de la imagen de indefensión que proyectan las falseadas mujeres preñadas se perfila el trasfondo del acto de procrear. Mientras las mujeres hacen gala de su bulto en el abdomen como si fuera un trofeo del cual podrían estar orgullosas habremos ciertos espíritus sensibles a toda envoltura mortuoria en la vida por lo que no tardaremos en percatarnos la perfidia y villanía de dichas mujeres. Dichas madres no son más que opresoras paridoras de individuos que habrán de venir al mundo solo para sucumbir ante la muerte, que habrán de abrir los ojos solo para aprender que algún día los cerrarán de forma irreversible. El acto de nacer sin nuestro consentimiento es el primer proceso de tiranía al que debemos acostumbrarnos como seres vivos para después subyugarnos a toda una serie de gravámenes, imposiciones y porrazos que la vida y el mundo mismo nos entregarán como compensación por el simple hecho de seguir respirando. Al nacer lo único que se nos confiere es una conciencia que habrá de desenterrar un hallazgo estremecedor tarde o temprano: el absurdo de la vida, el vacío de toda existencia, lo baldío de todo anhelo, lo efímero de la vida y lo perpetuo de la muerte. Las mujeres que desean ser madres van más allá de la infamia del más vil de los dictadores y en su monumental soberbia y egoísmo desean operar como dios y tener a su antojo al igual que él un puñado de títeres precipitados a su merced dentro de un gran baúl oscuro al que habrán de acostumbrarse a colisionar violentamente en su corta estadía escénica.
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